Las Unificaciónes de Italia y Alemania


(Guy Palmade. La época de la burguesía, Ed. Historia Universal Siglo XXI, Vol. 27. Madrid, 1976, pp. 241247)

Entre 1850 y 1860 Francia y Alemania tienen cada una 36 millones de habitantes, el Reino Unido 38 e Italia 25. Italia podría ser una gran potencia europea, pero no lo es, como tampoco lo es Alemania. Políticamente está fragmentada, y en parte sometida a la tutela de Austria. Económicamente es una frontera de la Europa occidental capitalista e industrial, igual que Austria y Alemania, un espacio disputado e inseguro. La unidad italiana y la unidad alemana enfrentan a estos tres países en los dos únicos grandes conflictos armados europeos del siglo XIX. En ambos casos Francia, que quiere y cree ser la primera potencia continental, toma parte en el conflicto. Desde varios aspectos hay que relacionar, pues, el fenómeno de la unidad italiana con el movimiento general que conmueve a la Europa occidental.

Así como, desde un cierto punto de vista, el liberalismo político aplica los principios enunciados por la Revolución francesa de 1789, porque en definitiva la burguesía es lo bastante fuerte para imponerse, la unidad italiana puede ser considerada como la última onda de esa Revolución a escala europea, ya que Napoleón III realiza lo que había sido esbozado por Napoleón I. Porque no es sino la Revolución francesa de 1789 lo que da a Italia «la idea fuerza de nación, comunidad de ciudadanos cimentada por el vínculo contractual y la conciencia cívica, es aquélla la que da origen a la idea unitaria con las primeras realizaciones, calcadas del arquetipo francés y conformes al nuevo derecho derivado de los principios de 1789». Esta unidad beneficia a la Italia del norte, la única que está integrada en el espacio económico industrial de Europa. Su artífice principal, Cavour, es un político liberal de horizontes europeos, que en ningún momento de su vida ha puesto sus pies en Venecia ni en Roma ni en Nápoles. Finalmente, así como el liberalismo belga, holandés y francés es anticlerical, la unidad italiana se hace contra el Papa, quien pierde sus Estados y se retira por más de medio siglo al Vaticano, considerándose prisionero del nuevo reino.

 

A principios del siglo XIX los diplomáticos del Congreso de Viena podían estimar, empleando las famosas palabras de Metternich, que Italia era una expresión «geográfica». Después de las Revoluciones de 1848, pese a su fracaso y al mantenimiento de la división política, no se puede ya dudar del vigor del sentimiento nacional. En Custoza en 1848 y en Novara en 1849 los patriotas italianos han sido derrotados por un ejército extranjero, al querer librar solos la batalla. El juego de las grandes potencias, por la intervención de Francia y la complicidad benévola de Inglaterra, debe realizar lo que no pudo obtenerse en 1848: fracaso de las Revoluciones de 1848, triunfo a largo plazo de sus ideas. pero por medios indirectos, menos románticos.

En 1849 se restablece el orden, los príncipes recuperan sus Estados y suprimen las constituciones liberales otorgadas por breve tiempo. La Lombardía, austriaca, permanece en estado de sitio hasta 1856. Guarniciones austriacas ocupan las Legaciones (Estados Pontificios), la Toscana, los ducados de Parma y Módena. En Nápoles, Fernando II instaura un régimen policiaco que lleva a cabe una auténtica caza de brujas. Sólo el reino del Piamonte escapa a la reacción. El nuevo rey Víctor Manuel II, subido al trono tras la abdicación de Carlos Alberto, anuncia el 27 de marzo de 1849 que conservará el Estatuto, frenando así un principio de campaña antimonárquica. En mayo, Massimo d'Azeglio toma el mando de un ministerio de bienestar: aristócrata de temperamento artístico e indolente, lúcido, aplica lealmente la constitución. El 11 de octubre de 1850 hace entrar en el gobierno como ministro de Agricultura y Comercio a un diputado del centroderecha, Camillo Benso, conde de Cavour. Paulatinamente, gracias a su actividad, su energía y su impaciencia, Cavour se impone como verdadero jefe del gabinete y se transforma en presidente del Consejo en mayo de 1852, apoyado por una mayoría parlamentaria de coalición que nace de la unión del centroderecha y del centroizquierda.

Nacido en 1810, Cavour es hijo menor de Michele, que había dado su adhesión al régimen napoleónico y había especulado con los bienes nacionales. Su abuela materna, Filippina de Sales, pertenece a la nobleza de Saboya. Su madre, Adéle de Sellon, es descendiente del patriciado calvinista de Ginebra. Por su matrimonio es sobrino político de un gran aristócrata francés, el duque de Clermont Tonnerre. Su lengua materna es el francés. En cuanto a ideas, sus compatriotas le reprochan ser inglés. Liberal, es expulsado en 1826 de su cargo de paje del rey, y manifiesta su admiración por la Revolución francesa de 1830, lo que le obliga a abandonar el ejército. Durante los años siguientes, Cavour revaloriza una gran zona arrocera de la llanura del Po, drena los suelos, introduce los abonos químicos y las primeras máquinas, especula con los ferrocarriles en la Bolsa, participa en la creación del Banco de Turín en 1847, invierte en las fábricas de harina y de fertilizantes y escribe artículos sobre la libertad de comercio y ferrocarriles, pero viaja también por Suiza, Francia, Bélgica e Inglaterra. Por su amplitud de miras y sus experiencias, es uno de los pocos liberales que ve claramente que «las exigencias del progreso político y económico son idénticas».

En el reino de Piamonte-Cerdeña, un pequeño Estado de 5 millones de habitantes, él es quien gobierna desde el centro, siendo criticado tanto por la derecha conservadora y católica como por la extrema izquierda radical, y se propone como tarea la modernización de las estructuras económicas y políticas del país. El balance administrativo es impresionante: nuevos códigos, nuevas reglamentaciones, reorganización del cuerpo de funcionarios. En el campo económico, por no disponer sobre el propio terreno de un ahorro suficiente y disponible para ser invertido en las empresas industriales, Cavour recurre a capitales extranjeros maniobrando con agilidad entre los grandes bancos franceses e ingleses y favoreciendo el desarrollo del puerto de Génova, primer puerto italiano. En diez años se duplica el volumen de los bienes de consumo, y el Piamonte se dota de la mayor red de ferrocarriles de la península, abre numerosos canales por todo su territorio y firma tratados de libre cambio con los grandes países. En 1860 el Piamonte posee la mitad del capital social del conjunto de las sociedades industriales y comerciales italianas. Cavour tropieza por otra parte con dificultades financieras a causa del desequilibrio de los presupuestos, cubierto mediante empréstitos, y con dificultades de orden político a causa de las medidas anticlericales, la supresión de las órdenes religiosas puramente contemplativas y la confiscación de sus bienes por el Estado... En el campo diplomático y militar, el ejército es reestructurado y dotado del material más moderno, la marina de guerra es desarrollada, pero lo que es más importante, Cavour logra alinear al Piamonte en el campo liberal, al lado de Inglaterra y de la Francia de Napoleón III, quien intenta romper con el bloque conservador que forman Prusia, Austria y Rusia. Al no decidirse Austria a unirse a franceses e ingleses, cuyas operaciones se hacen interminables en Crimea, Cavour entra en el conflicto en 1855 al lado de Francia e Inglaterra contra Rusia, tras desbaratar las intrigas de la derecha católica austrófila, con el tiempo justo para participar en el Congreso de París (1856). Ha de acudir personalmente a París para forzar las puertas de la conferencia, intriga entre franceses e ingleses y por fin logra intervenir. Su intervención queda resumida en un memorándum que consta en las actas del Congreso: aduce que, por culpa de Austria, Italia se encuentra en una situación prerrevolucionaria, y que el interés de las grandes potencias consiste en ayudar al Piamonte antes de que sea demasiado tarde. En realidad, habiendo fracasado todas las sediciones y complots, principalmente en Mantua, Milán, Venecia, Parma, Sicilia y Toscana, la mayoría de los patriotas respaldan el programa moderado de Cavour. Daniele Manin, abogado republicano exiliado en París, subordina su adhesión a la voluntad de los participantes en el Congreso de construir una nación italiana. Por otra parte, Turín acoge a muchos exiliados procedentes de otros Estados italianos, los futuros dirigentes de la Italia de la segunda mitad del siglo: en el gobierno piamontés figuran ministros oriundos de Venecia, Bolonia, Milán, Sicilia.

¿Cómo se decide la intervención francesa? Italia despierta, sin duda, simpatías en Europa, en Inglaterra principalmente, donde esta actitud se mezcla a un moralismo protestante antipapista. Gladstone declara que la reacción napolitana es «la negación de Dios». En Francia intelectuales liberales y anticlericales, como Buloz, director de la Revue des Deux Mondes, son favorables a la causa de la unidad; pero muchos piensan, como Lamartine, que Italia, tierra del pasado, está poblada de «polvo humano». La opinión pública católica no admite que se toque Roma. Napoleón III cede en realidad a un sentimiento personal pese a la mala voluntad de la diplomacia oficial, cuyo jefe es el católico Walewski, hijo natural de Napoleón I. A partir de 1855 se conocen tres tentativas de asesinato urdidas por italianos contra el «carbonario felón» Napoleón III, el antiguo revolucionario de la Romaña. La tercera, la del conde Orsini, provoca una especie de crisis política, que determina la aprobación de una ley de seguridad general (febrero de 1858). El encuentro decisivo de Napoleón III y Cavour se produce en Plombiéres, en julio de 1858: el emperador de los franceses promete enviar 200.000 hombres a Italia contra Austria a fin de crear una especie de federación italiana sin Austria, una federación en la que Francia ejercería una hegemonía moral, y el Papa, desposeído de la mayor parte de sus Estados, recibiría la presidencia como compensación. Ese acuerdo es secreto, como la promesa de Cavour de ceder Saboya a Francia. Diversas intrigas parecen querer revocarlo, pero es confirmado por un tratado secreto de alianzas de enero de 1859. Una publicación oficiosa deja adivinar en Francia los designios imperiales: las grandes potencias, principalmente Rusia e Inglaterra, dirigida entonces por un gabinete conservador, proponen una reunión internacional. Es Austria quien por torpeza precipita las cosas al dirigir un ultimátum a Turín...

Comienza la guerra el 29 de abril de 1859 con una débil ofensiva de los austriacos, quienes dejan a las tropas francesas el tiempo de llegar. Napoleón III asume personalmente el mando supremo a finales de mayo y el 4 de junio gana la batalla de Magenta, única operación estratégica de las hostilidades que permite la entrada en Milán de ambos monarcas. Pero Toscana ya ha echado a su gran duque, con una «revolución de salón»; al derrocar a sus soberanos Parma y Módena, la insurrección crece en Romaña y en las Legaciones, y de toda Italia acuden voluntarios para alistarse en el ejército piamontés. Preocupado por tanto entusiasmo, Napoleón III, tras la victoria de Solferino, entra en contacto con el Emperador de Austria a espaldas de Cavour y el 11 de junio concierta los preliminares de la paz de Villafranca, quince días después de su llegada a Italia, Austria renuncia a Lombardía, pero los príncipes de Italia central serán restaurados y se instaurará una confederación presidida por el Papa. Dimite Cavour. La actitud de Napoleón III es debida, en parte, a las noticias que le llegan de Francia y que testimonian de la extrema reserva de la opinión y, en parte, a la movilización de 400.000 prusianos en el Rin.

Retirado del poder, Cavour puede animar a los moderados para que conserven el control de la situación en Italia central, cuyas asambleas constituyentes aprueban en agosto y septiembre de 1859 la unión con el Piamonte. En diciembre de 1859 Napoleón III decide reemprender alguna iniciativa, y el ministerio liberal inglés considera favorablemente la perspectiva de una unidad italiana: un libelo oficioso aparecido en París aconseja al Papa la renuncia a sus Estados, excepto Roma, y Walewski deja el ministerio de Asuntos Exteriores. En enero de 1860 Cavour vuelve al poder, se aprovecha de la rivalidad de Londres y París y organiza plebiscitos triunfales en Italia central; el Piamonte cede Saboya y Niza a Francia para reforzar los lazos rotos por un momento.

El nuevo reino de la Alta Italia, con el Piamonte, la Lombardía, Parma, Módena, la Toscana y la Romaña, cuentan con 12 millones de habitantes, es decir, casi la mitad de Italia. Los círculos dirigentes piamonteses se dan por satisfechos. Es una nueva fuerza política, el Partido de la acción, que cuenta con el pueblo, la más clarividente: Crispi, emigrado siciliano, y Garibaldi, en mayo de 1860, organizan la expedición de los mil «camisas rojas» con 1.500 armas oxidadas que los piamonteses acaban por concederles. Los mil voluntarios, todos ellos intelectuales habitantes de ciudades, desembarcan en Sicilia, libran algunas escaramuzas con los borbónicos, son bien recibidos por las ciudades sublevadas y, para conciliarse con los campesinos un tanto reticentes, suprimen la tasa sobre la molienda de granos. En agosto de 1860, Garibaldi cruza el estrecho de Mesina y es recibido triunfalmente en el sur de Italia. Un ministro del rey Francisco II abre en persona las puertas de Nápoles. Cavour decide actuar para contener la ola democrática; el ejército piamontés entra en las Marcas y se reúne con los partidarios de Garibaldi en el reino de Nápoles. Víctor Manuel es saludado como rey de Italia por el mismo Garibaldi. Se ratifican las nuevas anexiones mediante plebiscitos. Fuera del reino no queda más que la Venecia austriaca y la campiña romana con Roma. Un nuevo parlamento se reúne en Turín en febrero de 1861; el reino de Italia es reconocido con entusiasmo por Inglaterra y también por Francia. Cavour muere en el mismo año, en el momento en que negocia en secreto un compromiso con el Papa.

La consecución de la unidad es laboriosa y carente de grandeza. La administración unitaria se establece con dificultad. Una verdadera guerrilla dirigida por el clero asola el antiguo reino de Nápoles, donde los piamonteses fusilan sin juicio a 1.000 rebeldes en dos años. Gracias a los buenos oficios de Napoleón III con ocasión del conflicto austro-prusiano de 1866, Italia puede atacar de nuevo a Austria. Pese a ser derrotada, Italia consigue Venecia tras la ficción de un plebiscito (1866). Queda la cuestión más espinosa, la de Roma y la campiña romana: en 1862, el gobierno real lanza a Garibaldi contra Roma, mas presionado por Napoleón III, debe él mismo contenerle. En 1867, animado en secreto por algunos círculos oficiales, Garibaldi hace una nueva tentativa, pero una división francesa le intercepta en Mentana. Es el conflicto franco-prusiano quien decide la suerte de Roma: a la caída de Napoleón III los italianos envían un ejército a Roma, que ratifica la anexión mediante un plebiscito con 98 por ciento de votos a favor. Una ley de garantías ofrece al Papa poco más o menos lo que aceptará de Mussolini cincuenta años más tarde, pero que entonces rechaza: derechos de un soberano, envío de nuncios al extranjero y compensaciones. La unidad termina como ha empezado, a favor del juego de las grandes potencias. Quedan todavía Trento y Trieste. La unidad ha costado la vida a 6.000 italianos, pero también a 15.000 franceses...

En conjunto, la unidad ha sido obra de una clase burguesa, intelectual y moderada, y también de los funcionarios del norte que han sabido insertarse en un juego diplomático a escala europea. Aquí también el liberalismo alcanza rápidamente sus límites: incapacidad para concebir reformas sociales de las cuales tanta necesidad tiene el sur de Italia, timidez, estancamiento en el conservadurismo. Habiendo prohibido Pío IX a los católicos participar en las elecciones legislativas, el cuerpo electoral, muy exiguo ya con sólo el 15 por ciento de los varones adultos, es ahora debilísimo. La izquierda anticlerical y liberal que gobierna a partir de 1876 se lanza en una política megalómana de nacionalismo, de armamentos y de colonialismo. En el caso de Italia, más aún que en otros casos, más que de una voluntad de enfrentarse a lo real, se trata de una huida hacia adelante.


LA UNIFICACIÓN ALEMANA

 

Bases de la unidad alemana

Los tratados de Viena de 1815 establecen para Alemania una Confederación Germánica de 39 Estados de los cuales sobresalen dos, Austria y Prusia como los más poderosos. Este sistema de Confederación favorece el predominio de Austria sobre la misma, lo que excluye, en un principio, todo intento de unificación debido a la política ejercida por el canciller Metternich que, no sólo mantiene la hegemonía política de Austria en la Confederación, sino también en el resto de la Europa restaurada.

Esta situación cambiará a mediados de siglo porque la política de Metternich se irá deteriorando progresivamente por ser el máximo responsable del absolutismo -lo que le acarreará problemas con las nacionalidades de las provincias italianas y Hungría que conforman el Imperio austriaco- y por su desarrollo económico tardío, teniendo que esperar a la década de 1860-70 para encontrar una industrialización en marcha. (® Austria creía que para continuar siendo árbitro de las naciones germánicas le bastaba su heredado prestigio histórico. Es más, Austria era un país rico que para conservar su tesoro se empobrecía; para preservar sus posesiones en Italia o mantener a Hungría bajo su dependencia, se debilitaba y enervaba). En cambio, Prusia tomó la iniciativa a mediados de siglo al actuar su burguesía protestante e intelectual a favor no sólo del proceso de unidad, sino también del proceso de desarrollo económico de la región; para ello, crea una zona libre de comercio entre los Estados alemanes denominada Zollverein, que, desde 1834, suprimirá las barreras aduaneras alemanas y protegerá sus productos frente a los extranjeros consiguiendo, en 1852, bajo su dirección, la integración de todos los Estados alemanes, excepto Austria, en una unidad económica, preparando de esta forma la unidad política deseada y alentada, desde las universidades, por los filósofos alemanes sobre todo a raíz de la publicación de los “Discursos a la Nación alemana” de Fichte.

El Parlamento de Frankfurt, formado por representantes de los 39 Estados, intenta la organización de la unidad alemana aprovechando la oleada revolucionaria de 1848 en Europa. La posible unificación fracasó debido a las disensiones dentro de la propia burguesía, entre los partidarios de la “Pequeña Alemania”, sin Austria y bajo el predominio de Prusia, y los defensores de la “Gran Alemania”, que incluyera también a Austria. Al vencer la primera opción, se ofreció la corona al rey de Prusia, Federico Guillermo IV. Éste, sin embargo, la rechazó por provenir de unos parlamentarios liberales elegidos por sufragio universal, lo que era del todo incompatible con su dignidad imperial. Con este gesto, la consecución de la unidad alemana por la vía democrática y parlamentaria quedó cerrada.


La unificación alemana

Con la contrarrevolución triunfante en Austria y en Prusia y con el acceso al trono de Guillermo I en Prusia y el nombramiento de Otto von Bismarck como canciller se inicia una nueva fase en la historia alemana que lleva directamente a la realización de la unidad. Será Bismarck al frente del gobierno prusiano quien, mediante un ministerio fuerte, contando con un ejército poderoso a cuyo mando figuraba Moltke y realizando una acción diplomática en el exterior, consiga la tan anhelada unificación.

Para ello provocará tres guerras sucesivas en siete años (1864-1870): la de 1864 contra Dinamarca, la de 1866 contra Austria y la de 1870 contra Francia. En tres jugadas elevó a Prusia a la categoría imperial.

La guerra contra Dinamarca (la Guerra de los Ducados, 1864) tuvo por excusa una cuestión de nacionalismo. Los ducados del sur de Dinamarca (Schleswing, Holstein y Lavenbourg) eran casi en su totalidad de población alemana, pero estaban gobernados por Dinamarca (según el Congreso de Viena de 1815). A la muerte del rey danés, que no tenía descendencia, se produjo un conflicto sucesorio que, hábilmente manejado por Bismarck, implicó a Austria y a Prusia a luchar contra Dinamarca. Después de una corta lucha lograron derrotar a Dinamarca y se resolvió que Prusia y Austria se repartieran la administración de los ducados. Pero las cláusulas por las que se integraba a los ducados en la Zollverein permitía a Prusia la marginación de Austria (fuera de la Zollverein) que provocaría la ruptura de las dos potencias.

En primer lugar, Bismarck garantizará la neutralidad de Francia y de Rusia con respecto al reino de Prusia con el fin de dejar aislada a Austria. Deseoso de una guerra con Austria, una vez obtenida la aquiescencia de los franceses, Bismarck concertó una alianza con Piamonte, elevado a la categoría de reino de Italia (® Bismarck contaba con que cuando llegara la guerra y los prusianos atacaran a Austria de frente, los italianos podrían atacarla por la espalda, invadiendo las provincias que todavía conservaba en Italia).

En segundo lugar, Bismarck inicia una campaña de descrédito hacia Austria (® provocaba controversias patrióticas para excitar la opinión pública en el sentido que convenía a su política).

A todo ello siguió la guerra. La guerra austro-prusiana (1866) fue muy corta y demostró a las claras el predominio militar de Prusia, que venció a los austriacos en Sadowa. Italia, según lo convenido, había abierto otro frente contra los austriacos (siendo esta argucia permitida tanto por Rusia como por Inglaterra, que consideraban que sólo el poder alemán neutralizaría la agresividad de Napoleón III). Austria, tras la derrota, pidió a Napoleón III que interviniera, y las negociaciones de paz se establecieron en el Tratado de Praga: Prusia excluye a Austria del proceso de reorganización alemán y establece con los Estados del norte la Confederación de Alemania del Norte, integrada por 22 Estados, teniendo como presidente al rey de Prusia y a Bismarck como canciller, creándose dos organismos legislativos (Bundesrat y Reichstag), ambos controlados por Prusia (el rey de Prusia asumía todos los poderes militares y diplomáticos, con el derecho de declarar la guerra, conferir la paz y concertar tratados). Los Estados del sur eran reacios al dominio prusiano. Por eso, para llenar el abismo abierto entre el norte y el sur de Alemania, Bismarck planea una tercera guerra para culminar la unificación alemana.

La guerra franco-prusiana (1870) marcará dos cambios importantes en la organización política europea: el fin de la preponderancia francesa impulsada por Napoleón III y el principio del predominio alemán en el continente. La candidatura Hohenzollern al trono español es el pretexto para la guerra. Un golpe de estado en España había destronado a Isabel II. Bismarck manejó las cosas de tal modo que la candidatura con más probabilidades de éxito fue la del príncipe Leopoldo de Hohenzollern, lejano pariente del rey de Prusia. La instalación de un príncipe prusiano en el trono de España no podía agradar a los franceses ya que volverían a encontrarse, como en tiempos de Carlos V, con un enemigo alemán por el Este y otro por el Sur. Los demás estados europeos tomaron cartas en el asunto: en realidad, nadie quería la guerra más que Bismarck. Viendo la tormenta que se preparaba, el príncipe de Hohenzollern retiró su candidatura; el rey de Prusia prefería también no arriesgarse a perder los que había ganado en las guerras contra Dinamarca y Austria. Es más, la exigencia del ministro de Negocios Extranjeros francés al rey de Prusia de que no presentara a ningún otro candidato alemán, enojó a Guillermo I, pero no hasta el punto de hacerle pensar en la guerra. El telegrama que Guillermo I envió a Bismarck contándole la notifica fue “manipulado” por el propio Bismarck y publicado en los periódicos en Alemania, y hacía parecer que Francia era objeto de un desaire por parte de Guillermo I. El efecto fue inmediato: Francia declara la guerra a Prusia el 19 de julio de 1870.

El estallido de la guerra franco-prusiana enfrentó dos concepciones de la guerra bien distintas: la francesa, basada en la improvisación y el coraje, y la prusiana, cimentada en el estudio, la planificación y, sobre todo, en un ejército disciplinado y bien equipado. En pocos días los prusianos avanzaron sobre Alsacia y Lorena. Los ejércitos franceses, en retirada, los agrupó MacMahon en Châlons, y Napoleón III tomó personalmente el mando para lanzar la contraofensiva sobre Metz y liberar el ejército allí atrapado. Sin embargo, el ejército francés, tras una serie de graves errores, quedó acorralado en Sedán y fue derrotado por Moltke. Napoleón III fue hecho prisionero junto a 100.000 franceses más. La derrota francesa provocó la caída de Napoleón III, la proclamación de la III República en París y la coronación de Guillermo I como emperador de Alemania (II Reich alemán).

El sueño de Bismarck se había realizado: no sólo Francia estaba derrotada sino que toda Alemania había aceptado la guerra impuesta por Prusia, consiguiendo convertir la constelación de estados en una unidad política, un Estado federal de múltiples soberanos bajo la autoridad imperial.

La paz firmada en Frankfurt en 1871 fue muy dura para Francia, pues pierde Alsacia y Lorena y tiene que pagar una indemnización de cinco mil millones de francos (= Alsacia y Lorena volverán a ser francesas después de la derrota alemana en 1918).

Los resultados de tres guerras victoriosas son evidentes: el rey de Prusia pasa a ser emperador de Alemania; el ejército prusiano constituye una formidable máquina de matar, por su armamento y por la categoría de los estrategas de su Estado Mayor; una red de transportes densa y una industria estimulada por el crecimiento del mercado exterior anuncian la aparición de otra gran potencia.

 


 

 

 


     

 

 

A